Dice Evaristo Páramos que no es lo mismo ser transgresor que
subversivo. El incombustible referente del punk patrio desde los
tiempos de La Polla Records asegura que la diferencia es manifiesta.
Como ejemplo cita a nuestra mitificada Movida —multicolor, tan
eufórica y alegre como oscura y trágica—, una amalgama de
artistas multidisciplinares que hicieron de la provocación una
muestra de transgresión que aún hoy perdura en el imaginario
colectivo. Pero sus integrantes no resultaban subversivos, no
mostraban una manifiesta amenaza a lo establecido. Para eso ya
teníamos aquello que se dio en llamar Rock Radical Vasco. Y razón
no le falta, aunque no comparta del todo su afirmación. Cito a
Evaristo, pues en los últimos meses hemos presenciado un fenómeno
verdaderamente subversivo en nuestro país. La bandera española, la
de todos, se ha convertido en un símbolo subversivo. Ello nos
debería llevar a la pregunta de qué ha pasado para que la enseña
nacional haya transmutado en un elemento de protesta.
La bandera nacional se halla por encima de ideologías políticas.
Así es en otros países y así debería ser en cualquier estado
democrático. Pero en este país, en el que la rojigualda ha sido
proscrita de celebraciones y actos sociales, ha acabado adquiriendo
ese rol primero transgresor y ahora definitivamente subversivo. Lucir
los colores del país en una pulsera o llavero, en una camiseta, en
una simple pegatina en el coche, convierte a la persona que los porta
en un malvado fascista o, al menos, en sospechoso de serlo. Mostrar
la bandera sólo se justifica para animar a la selección española
de fútbol — la roja, para los cursis a los que se les irrita el
paladar si pronuncian el nombre de nuestro país—. Por años se ha
ocultado una bandera que, tímida, afloraba de vez en cuando en los
actos de campaña electoral. Algunos han pretendido, mediante la
exhaustiva repetición de la falacia, que la enseña es anacrónica,
derechona, tan protofascista como postfascista o cualquier cosa que
acabe en ista. La burla se ceba con el que la porta mediante la
profusión de epítetos que van de lo más rancio y casposo a la
descalificación y el insulto.
De la misma manera, los detractores de la bandera intentan
asociarla con la tauromaquia, la caza, el consumo de carne, con
cualquier cosa que ellos identifiquen con esa España profunda que
desprecian y que sólo existe en su imaginación. Y todo acompañado
siempre de coletillas y lugares comunes que, por desgracia, han
llegado a calar en buena parte de los ciudadanos. Olvidan que tanto
la rojigualda de hoy, como la del Águila de San Juan, como la
tricolor republicana, como las versiones que estén por llegar son
banderas de España. Y olvidan, también —o no quieren entender—,
que España no es un invento de la Transición, ni de Franco, ni de
la Segunda República, ni de cualquiera de los tiempos pretéritos.
La entidad española no se define por sus gobernantes ni por el
régimen, ni siquiera por la estructura política y territorial del
momento. Así como una persona es la misma desde su alumbramiento a
la vejez, España sigue siendo el mismo país por muchos vaivenes que
nuestra azarosa historia reciente conlleve.
Y he ahí el valor simbólico de la bandera,
sin nacionalismos ni chauvinismos, con la justa medida de patriotismo
que cada uno quiera mostrar. La bandera no es un trapo de colores, no
es una enseña de nada ni de nadie. Ni siquiera es la insignia de un
territorio. Todos y cada uno de nosotros, los individuos, los
españoles, formamos parte de ella. Todos y cada uno de nosotros
somos un pedacito de tela. Nadie está obligado a sentirse más o
menos español, y a nadie se le puede exigir que lo sea. Y es por
ello que a nadie se le puede impedir lo contrario.
Lo contrario… Ahí reside el recién adquirido valor subversivo
de la bandera española. Son cada vez más los que se han cansado de
ser insultados porque no son veganos, por defender la igualdad
jurídica de hombres y mujeres, por defender la vida de los nonatos,
por querer elegir la educación de sus hijos, por salir a cazar o
pescar, por algo tan sencillo como discrepar de la corriente única
del pensamiento políticamente correcto que oprime, asfixia y pesa
como un yunque en el pecho. Miles de españoles lucen la bandera
porque están hartos de ser vilipendiados y teledirigidos. Y ello no
les convierte en una masa homogénea. No, son personas, individuos,
cada uno con sus ideas. Acertadas o no, qué importa, quién lo puede
juzgar. Son libres. Son únicos. Y esa independencia personal, ese
libre pensamiento resulta subversivo, la mayor amenaza para los que
imponen lo monocolor, la simplificación y la reducción de las
ideas.
Los temerosos de que la opinión y la pluralidad no se dobleguen
ante el pensamiento uniforme censuran la «apropiación de la
bandera». Pero no la lucen, no, prefieren mantenerse alejados, pues
les produce urticaria. Están en su derecho. Nadie les obliga a
mostrarla. Nadie nos puede prohibir u obligar a mostrar los colores,
cada uno en la forma que considere. En estos tiempos de democracia
impostada, la transgresión absoluta es pensar lo que uno quiera aún
a riesgo de, como decía Orwell, te acusen de crimental. Hoy, la
bandera española es la mayor muestra de transgresión. No hay nada
más punk.