martes, 26 de mayo de 2020

BANDERA Y SUBVERSIÓN


Dice Evaristo Páramos que no es lo mismo ser transgresor que subversivo. El incombustible referente del punk patrio desde los tiempos de La Polla Records asegura que la diferencia es manifiesta. Como ejemplo cita a nuestra mitificada Movida —multicolor, tan eufórica y alegre como oscura y trágica—, una amalgama de artistas multidisciplinares que hicieron de la provocación una muestra de transgresión que aún hoy perdura en el imaginario colectivo. Pero sus integrantes no resultaban subversivos, no mostraban una manifiesta amenaza a lo establecido. Para eso ya teníamos aquello que se dio en llamar Rock Radical Vasco. Y razón no le falta, aunque no comparta del todo su afirmación. Cito a Evaristo, pues en los últimos meses hemos presenciado un fenómeno verdaderamente subversivo en nuestro país. La bandera española, la de todos, se ha convertido en un símbolo subversivo. Ello nos debería llevar a la pregunta de qué ha pasado para que la enseña nacional haya transmutado en un elemento de protesta.

La bandera nacional se halla por encima de ideologías políticas. Así es en otros países y así debería ser en cualquier estado democrático. Pero en este país, en el que la rojigualda ha sido proscrita de celebraciones y actos sociales, ha acabado adquiriendo ese rol primero transgresor y ahora definitivamente subversivo. Lucir los colores del país en una pulsera o llavero, en una camiseta, en una simple pegatina en el coche, convierte a la persona que los porta en un malvado fascista o, al menos, en sospechoso de serlo. Mostrar la bandera sólo se justifica para animar a la selección española de fútbol — la roja, para los cursis a los que se les irrita el paladar si pronuncian el nombre de nuestro país—. Por años se ha ocultado una bandera que, tímida, afloraba de vez en cuando en los actos de campaña electoral. Algunos han pretendido, mediante la exhaustiva repetición de la falacia, que la enseña es anacrónica, derechona, tan protofascista como postfascista o cualquier cosa que acabe en ista. La burla se ceba con el que la porta mediante la profusión de epítetos que van de lo más rancio y casposo a la descalificación y el insulto.

De la misma manera, los detractores de la bandera intentan asociarla con la tauromaquia, la caza, el consumo de carne, con cualquier cosa que ellos identifiquen con esa España profunda que desprecian y que sólo existe en su imaginación. Y todo acompañado siempre de coletillas y lugares comunes que, por desgracia, han llegado a calar en buena parte de los ciudadanos. Olvidan que tanto la rojigualda de hoy, como la del Águila de San Juan, como la tricolor republicana, como las versiones que estén por llegar son banderas de España. Y olvidan, también —o no quieren entender—, que España no es un invento de la Transición, ni de Franco, ni de la Segunda República, ni de cualquiera de los tiempos pretéritos. La entidad española no se define por sus gobernantes ni por el régimen, ni siquiera por la estructura política y territorial del momento. Así como una persona es la misma desde su alumbramiento a la vejez, España sigue siendo el mismo país por muchos vaivenes que nuestra azarosa historia reciente conlleve.

Y he ahí el valor simbólico de la bandera, sin nacionalismos ni chauvinismos, con la justa medida de patriotismo que cada uno quiera mostrar. La bandera no es un trapo de colores, no es una enseña de nada ni de nadie. Ni siquiera es la insignia de un territorio. Todos y cada uno de nosotros, los individuos, los españoles, formamos parte de ella. Todos y cada uno de nosotros somos un pedacito de tela. Nadie está obligado a sentirse más o menos español, y a nadie se le puede exigir que lo sea. Y es por ello que a nadie se le puede impedir lo contrario.

Lo contrario… Ahí reside el recién adquirido valor subversivo de la bandera española. Son cada vez más los que se han cansado de ser insultados porque no son veganos, por defender la igualdad jurídica de hombres y mujeres, por defender la vida de los nonatos, por querer elegir la educación de sus hijos, por salir a cazar o pescar, por algo tan sencillo como discrepar de la corriente única del pensamiento políticamente correcto que oprime, asfixia y pesa como un yunque en el pecho. Miles de españoles lucen la bandera porque están hartos de ser vilipendiados y teledirigidos. Y ello no les convierte en una masa homogénea. No, son personas, individuos, cada uno con sus ideas. Acertadas o no, qué importa, quién lo puede juzgar. Son libres. Son únicos. Y esa independencia personal, ese libre pensamiento resulta subversivo, la mayor amenaza para los que imponen lo monocolor, la simplificación y la reducción de las ideas.

Los temerosos de que la opinión y la pluralidad no se dobleguen ante el pensamiento uniforme censuran la «apropiación de la bandera». Pero no la lucen, no, prefieren mantenerse alejados, pues les produce urticaria. Están en su derecho. Nadie les obliga a mostrarla. Nadie nos puede prohibir u obligar a mostrar los colores, cada uno en la forma que considere. En estos tiempos de democracia impostada, la transgresión absoluta es pensar lo que uno quiera aún a riesgo de, como decía Orwell, te acusen de crimental. Hoy, la bandera española es la mayor muestra de transgresión. No hay nada más punk.

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